El Jordi Cervós que yo he conocido

Compartir ilusiones y hasta su enfermedad final, un covid que le ha acompañado hasta atravesar el dintel de su esperanza, ha sido un privilegio. Jordi Cervós Navarro, hombre de mundo, un valiente, un luchador casi inagotable.

En la década final de su vida, la que yo he conocido, su proximidad dejaba en un segundo plano su condición de profesor, de científico extraordinario, eso quedaba detrás de su cordialidad y buen humor. Recuerdo, al poco de conocerle, sus explicaciones, sobre el deporte de lucha que había practicado de joven y su intento de ejecutar conmigo una llave “doble Nelson”, que no acabó en lesiones, pero sí en muchas risas.  

Así pues, el Cervós que he conocido, no ha sido tanto el científico afamado, el personaje de academia que pasó por todos los estamentos, desde los más humildes, hasta el vicerrectorado en Berlín y el rectorado en UIC Barcelona. No he vivido de primera mano sus múltiples aportaciones científicas en el ámbito de la Neuropatología, que le llevaron a ser un referente mundial en la materia, ni sus siete doctorados honoris causa; lo que sí he podido experimentar de primera mano es el privilegio de vivir cerca de una persona entrañable, a la que el paso de los años no parecía sino acrecentar su optimismo y espíritu aventurero.

He podido leer y escuchar testimonios directos de sus aventuras en Alemania, a la que emigró como recién licenciado en medicina, los relatos de sus inicios como investigador y su progreso hasta ser profesor de Neuropatología en la Universidad de Bonn y más tarde en la Universidad Libre de Berlín. Y sus aventuras cruzando “el telón de acero” y las insólitas peticiones que recibía de estudiar cerebros “especiales”, como el de Lenin. 

Lo que irradiaba constantemente, sin alardes, era su fortaleza interior, su espíritu positivo, su preocupación por la gente, su familia, sus amigos, pero también, por la humanidad entera. Y su deseo de ser útil hasta el final, y de seguir aprendiendo siempre. Esa pasión por la búsqueda de la verdad, la investigación, a la que se entregó con tenacidad y éxito. 

A pesar de su Parkinson avanzado, no dejó de leer ruso, para seguir aprendiendo. Pero no sólo ciencia médica, también  historia, geografía, novela, poesía catalana... De vez en cuando, buscaba recuperar una edición de algún libro suyo, para repasarlo. Todo ello, con ganas de contagiar ese espíritu. Y difundir sus memorias, como una obligación, por si ayudaban a otros, a elevar los puntos de mira, en ambiciones de bien. 

Por encima de todo, esas inquietudes manifestaban sus deseos de comunicar a Dios. Un Dios próximo y misericordioso que había conocido muy joven, por el que se dejó fascinar y al que ha querido con pasión hasta sus últimos días.

 

Dr. Albert Balaguer

Catedrático de Universidad y decano de la Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud de UIC Barcelona